sábado, 18 de enero de 2014

El ángel que fuimos

Delfina, para nosotros Delfi, se sumó súbitamente a aquel improvisado verano.
Claro, ésta vez y una vez más, con Negrita mi compañera de ruta y de casi siempre, nos presentmos sin nuestros retoños, ellos desde hace un tiempo para los días estivales merodean ya por tierras lejanas y quien sabe en qué aventuras. Y nosotros nos asimos a Delfi, hija de mi prima Mariana y de Michael, y con ellos todos juntos, nos propusimos vivir intensamente días de fantasías.
          Y Delfi pasó a ser nuestra grácil sirenita de chispeante figurita que tornó imperecedero aquel bonito verano. Cuánto mar y arena juntos destellaron en sus ojitos vivarachos, y cuantas infinitas dudas rondaron en su inquieta cabecita. Delfi, les aseguro, era una angelito de vela, pura y rústica como las extensas y blancas dunas donde nos enterrábamos, o como aquel inconmensurable y verde mar que con sus gigantes olas nos zamarreaba, y que yo recuerde, nunca, pero nunca, perdió su fantástica y natural pureza.
          Una tarde, le ofrendamos un estremecedor poniente, cual estampa, nos guiara en ensoñada cabalgata, y el angelito fue dejando sus etéreas huellas en desenfrenados galopes, y al instante apenas fue divisada entre un entramado de crines, ráfagas y dorados alazanes. Delfi, eso sí, bien agazapada en su alazán huía y volvía, y en cada regreso a nuestras manos siempre se enlazaba, sí, arriba nomás de los jamelgos se prendía a nosotros una y otra vez, ante el indisimulable gozo de todos, Mariana, Michel, Negrita y yo, y por momentos en fila marchábamos toditos bien juntos a orillitas del mar, y así esperábamos que la penumbra se adueñara poco a poco de aquellos fantásticos atardeceres.
          Cual luciérnagas destellaban las primeras luces, y en regreso triunfante con los jadeantes rocinantes, nos alejábamos del bravío y ya por esas horas, rugiente mar, para enfilar hacia las dunas donde a la tarde-noche siempre pirueteaban enfurecidos cuatriciclos. Los animales siempre tensaban sus orejas y cada tres o cuatros pasos levantaban sus cabezas y aminoraban la marcha; el alerta por el creciente rugir de los motores y el zigzagueo atormentado de sus pilotos, los espantaba.
          Entre el sudor y el salvaje olor milenario a caballo, los extenuados corceles resoplaban y gorgoteaban sus espumosas boquiabiertas, entremezclados con la calma de la brisa marina, mezcla de sales, almejas, arena, y el graznido de las últimas gaviotas, brisa que acariciaba y secaba nuestros rostros, para que al instante y sin descanso, otros y nuevos aromas nos dieran la bienvenida, aromas de fierros y metales incandescentes, resumo de plomizas estelas de humo, propulsión exhalada a despecho irreverente contra el majestuoso mar y contra la salvaje arena.  
          Delfi asimilaba con la misma alegría y retozo de la cabalgata aún no fenecida, la inminente posibilidad de trepar y conducir esos bólidos y por momentos endemoniados cuatriciclos, y angelito que era, y estos en todas partes están, celebraba cada nuevo desafío con el jolgorio de un nuevo amanecer, vivencias que a nosotros los mayores nos costaba y nos costará siempre sobremanera, y sobre todo, cuando de mezclar nuevas experiencia abruptamente se trataba, y a la vez y si era posible aún, había que gozar en tan poco tiempo.
          Era un súbito pasar, del mar, la arena, el caballo, el galope, las gaviotas, a rugientes revoluciones e imponentes caños de escape, a metales al rojo vivo juntos a cascos y escafandras extra galácticos; claro, fue en esos atardeceres que Mariana, Michael, Negrita y yo, comprendimos quizás…, que por eso algún día y sin darnos cuenta en algún momento súbitamente ¡dejamos de ser ángel!